Un romance de película
Todo comenzó como la perfecta comedia romántica. Sin esperarlo y sin buscarlo. Un amigo en común los presentó. Hicieron el acuerdo no escrito de ser platónicos. Ninguno quiso romper la amistad que ese día nació. Pero de la amistad nacieron las chispas. Y de esas chispas nació un fuego que ninguno de los dos pudo apagar. Aunque ninguno lo quería aceptar, estaban ya perdidos. Juntos. Sin remedio alguno que lo evitara. Y aún así, lucharon contra su futuro. Creyeron que podrían ganar. Creyeron que podrían ignorar sus sentimientos para siempre. Hasta que no pudieron.
No pasó mucho tiempo para que se dieran cuenta. No pasó mucho tiempo para que se rindieran ante el inevitable final. Y en una noche lluviosa de otoño, sus miradas se cruzaron. Se vieron. Se reconocieron. Sonrieron. Él se acercó temerosamente mientras ella lloraba quedo. La besó en la comisura de los labios. En silencio comprendieron el porqué de todas esas citas sin sentido, de todos esos amores vacíos, de todas esas noches de llanto. En un instante, olvidaron todas sus dudas, todos sus miedos, todas sus inseguridades. En un segundo se olvidaron del mundo y el mundo de ellos. En un segundo aceptaron su destino. Por un eterno segundo, el universo se compuso solamente de ellos dos. Creyeron que ni la estrella más brillante podría opacar su resplandor. Creyeron que podrían expandir ese resplandor para siempre. Hasta que no pudieron.
Fueron los más felices. Aprender a disfrutar de esta aventura fue la mejor experiencia de sus vidas. Ningún superlativo era capaz de describir lo que sentían. La felicidad que emanaban era inigualable. Sus familias lo sabían. Sus amigos lo sabían. El mundo lo sabía. Y cuando las dudas surgieron, creyeron que iban a poder dejarlas atrás. Y cuando los miedos surgieron, creyeron que podrían enfrentarlos. Y cuando las inseguridades surgieron, creyeron que el amor que se tenían era suficiente para ignorarlas. Creyeron que podrían hacer la aventura funcionar. Hasta que no pudieron.
Los celos llegaron justo cuando menos los esperaban. De los celos se alimentó la desconfianza. De la desconfianza nacieron conflictos que no supieron manejar. Los conflictos abrieron heridas no sanadas que hicieron temblar los cimientos de lo que juntos construyeron. Después de muchas lágrimas echadas se dieron cuenta de que tal vez el amor no era suficiente. Se dieron cuenta de que los cimientos podían fallar. Lucharon hasta el final. Creían que podrían recuperar lo que encontraron aquella noche de otoño. Mientras el amor siguiera ahí, la esperanza no iba a morir. Y cuando la esperanza comenzó a agonizar supieron que el final estaba cerca. Y aún así, lucharon contra su futuro. Creyeron que podrían evitar el trágico desenlace. Hasta que no pudieron.
Con el tiempo aprendieron a esconder sus ganas de llorar. Con el tiempo, la soledad y la tristeza les dejó de aterrar. Llegó el día en el que ambos despertaron sin ganas de llorar. Tampoco quisieron gritar de enojo. Con el tiempo aprendieron a ver las fotos del pasado sin nostalgia. Poco a poco comenzaron a olvidarse. Aprendieron que ese recuerdo, aunque pasajero, sería eterno. Llegó el día en el que sus miradas no mostraban desgaste y tristeza. Llegó el día en el que sus sonrisas eran honestas y auténticas. Ese día sonríeron. Recordaron esa noche lluviosa de otoño. Recordaron ese resplandor que los hizo sentirse vivos. Reconocieron ese viejo sentimiento en esa nueva sonrisa. Tomó tiempo, pero llegó el día en el que el enojo fue reemplazado por el agradecimiento. Y esta vez fue eterno.