Silencio
Su vida siempre había estado llena de barullo, distracciones y desorden. Eso evitaba que pensara en su tristeza, soledad y depresión. La soledad siempre estaba ahí, pero llenaba ese sentimiento con cualquier ruido que encontraba. Su departamento desordenado, sus relaciones huecas y sus dramas infantiles llenaban su vida de un ruido que creía era más fuerte que su vacío silencioso.
Pero la vida cambia y el silencio, tarde o temprano, llega.
Esa última aventura amorosa y distante destrozó lo poco que le quedaba de vida. Tantas decepciones y tristezas llenaban su mente de dolor y sufrimiento. Así que reaccionó como cualquier persona que no sana por completo su corazón roto. Alborotó su mente con salidas tan vacías como las botellas en su casa. Convirtió a sus distracciones en drogas para olvidar su abandono. El cinismo y decepción abundaron sus conversaciones y relaciones.
La caída era en picada y sin escalas.
Hasta que un día terminó de caer.
Ese día se dio cuenta de que las salidas forzadas y drogas inventadas no llenaban ese espacio vacante en su ser.
Se dio cuenta de que las penas ahogadas en alcohol renacían más fuertes entre resaca y resaca.
Se dio cuenta de que su vida social se volvió vacía por su apatía y sinvergüenza.
Ese día se dio cuenta de que ya no podía vivir así. Ese día pensó en lo sencillo que sería dejar todo atrás.
Pensó en todas esas decepciones y corazones rotos. Pensó en ese dolor que había tenido desde joven. Pensó en su familia, sus amistades y hasta su trabajo.
Y se dio cuenta de que el ruido ya no era suficiente para callar la soledad y tristeza.
Así que lo decidió. Cerró la puerta de su departamento, dispuesto a no abrirla de nuevo.
Se sirvió una copa con el mejor vino que tenía y se sentó frente a su armario.
Comenzó a llorar todas las lágrimas que se había guardado.
Comenzó a gritar todos los enojos que había evitado sacar.
Comenzó a desahogar todos esos sentimientos escondidos.
Y calló.
Dejó de llorar.
Dejó de gritar.
Dejó de desahogarse.
Todo este camino lo había regresado a sus orígenes silenciosos y eternos. Por primera vez en décadas se encontraba solamente con su presencia desolada y devastada.
El silencio era su único acompañante.
Y se dio cuenta de que no necesitaba más.
El silencio era el mejor acompañante en esta dura misión.
Por primera vez en su vida, no escuchaba juicios ni gritos. No escuchaba pensamientos propios ni ajenos. No escuchaba opiniones negativas ni positivas. No había mentiras ni traiciones. No había expectativas ni presiones. No había felicidad ni tristeza. Solamente había nada. Su persona y "nada"
No había prejuicios.
No había dramas.
No había dolor.
Había "nada".
Pero ese "nada"... era suficiente.
Ese silencio le dio otra perspectiva a su vida.
Ese "nada" lo hizo darse cuenta de la situación tan interesante en la que se encontraba.
Sonrió.
Se río.
Se dio cuenta de que las drogas y salidas vacías no habían servido no porque no llenaran su vacío, sino porque ese vacío nunca existió. Su vida estaba completa. No necesitaba más. No necesitaba ni la validación externa ni la euforia desmedida. Ya era suficiente. Su persona y ese "nada" eran suficientes para estar en paz.
Se dio cuenta de que esa relación tumultosa que le robó todo, en realidad no le había robado nada. El amor que sentía por esa otra persona, no se había ido con esa persona. Seguía ahí, adentro. Se dio cuenta de que solamente había compartido ese espacio con alguien que decidió irse. Pero no necesitaba una persona o relación externa para que ese espacio existiera. Su persona y ese "nada" eran suficientes para estar en amor.
Se dio cuenta de que todas esas cosas que le aquejaban y molestaban eran insignificantes en ese momento. Recordó su miedo al querer invitar a salir a alguien. Recordó su angustia por no haber terminado a tiempo un proyecto. Recordó un insulto que le dijo sin querer a una persona querida. Pero nada de eso importaba. No en ese momento. En ese momento, lo único importante era recordar. No recordar esos dramas. Recordar que era suficiente. Y en ese recordar, su tristeza y soledad se derritieron con la misma facilidad con la que las serpientes mudan de piel.
Se imaginó viéndose desde fuera de su cuarto. Una persona perdiendo la cabeza dándose cuenta de que por fin, por primera vez en su vida, había conocido la paz.
No era una paz imaginada ni fingida. No era la típica respuesta al "¿Cómo estás?". Era paz.
Cuando abrió los ojos de nuevo, se rió del caos en el que se encontraba. Se dio cuenta de todas las cosas que dejó de hacer por miedo y sentimiento de incompletitud.
Volteó a su alrededor.
Decidió que el ruido ya no era necesario.
Se levantó y decidió ser el dueño de su vida.
Recogió su departamento, dejó atrás las relaciones vacías y perdonó los dramas infantiles.
Y no volteó atrás.
Creyó que su situación de vida era el problema del que escapar era la solución.
Y sin embargo, en el intento de escapar recuperó sus ganas de enfrentarle.
Creyó que el silencio era el problema del que el ruido era la solución.
Y sin embargo, en el silencio encontró la respuesta a la pregunta que siempre tuvo pero nunca pudo formular.
Ese día por fin se dio cuenta de qué no necesitaba más.
Ese día por fin se dio cuenta de qué su vida estaba completa.
Ese día por fin se dio cuenta de qué amaba y aceptaba incondicionalmente la aventura que le tocaba vivir.
Ese día por fin se dio cuenta de qué cada uno de sus momentos vividos eran esenciales para que su vida fuera perfecta.
Ese día por fin se dio cuenta de qué no quería solamente las risas y los momentos fáciles. Quería la frustración, la depresión, la felicidad, la tristeza, el enojo, la paz y la ansiedad. Quería el paquete completo, lleno de caos e incertidumbre. Quería una vida completa. Sus miedos se desvanecieron y la paz lo inundó. Quería vivir fascinado y enamorado de la vida, así cómo era. Y en ese silencio tan sepulcral y terrífico aprendió a hacerlo.