Un ebrio y místico discurso sobre la gran paradoja humana
Nada me ha fascinado tanto en mis años vividos que la capacidad humana de sentir. He disfrutado de momentos dolorosos donde las lágrimas no alcanzan a limpiar el alma. He disfrutado de momentos de éxtasis fantástica donde el corazón late tan fuerte que se sale del pecho. He disfrutado de momentos de temor que llenan mi cuerpo de una ansiedad con una intensidad inigualable. He disfrutado de momentos de depresión que me hacen cuestionar cada una de las fibras de mi ser. He disfrutado de momentos de pasión que me llenan de tanta energía como para hacerme capaz de correr maratones. Y sin embargo, nada me ha fascinado y apasionado tanto como el amor romántico.
El amor como concepto en mi mente ha evolucionado tan constantemente como mi personalidad. Una gran cantidad de películas y series me enseñaron que el amor era ese sentimiento de serendipitia en el que el universo une a dos personas en un vals con ritmo y sin tropiezos. Y después, me gustó por primera vez una persona. Era la situación ideal. El destino nos había puesto en el mismo salón de clases, los dos solteros y disfrutando de pasatiempos similares. Sin embargo, en cuanto supe que no sentía lo mismo por mi, supuse que mi concepto de amor estaba incorrecto. El amor debía ser algo más tangible y menos místico.
El amor en mi mente evolucionó a algo por lo que luchas. Algo que conquistas con flores, regalos y gestos que convierten a un "no" en un "si". Y después, me enamoré por primera vez. Todo era perfecto. Los detalles románticos siempre estaban ahí, pero venían acompañados de una inmadurez predispuesta a discusiones sin sentido. En el papel, hicimos todo lo suficiente para amarnos por el resto de nuestra vida. En realidad, el trabajo y el esfuerzo no fue suficiente para que el universo nos regalara longevidad. La distancia puso en jaque mi concepto de amor conquistable. Si algo que se puede medir en kilómetros es capaz de destronar al amor, quizás el amor no era conquistable.
Si el amor no era conquistable, ni místicamente predestinado, pensé, quizás debía ser algo más cercano a lo que sientes por una amistad. Y después, perdí mi cabeza por completo por quien esos momentos robaba mis sonrisas, mis momentos y mis consejos. De por si, en muchas instancias de películas, la persona que termina siendo la correcta, es aquella de la que nunca lo pensaste, la mejor amistad. Todo fue perfecto. La transición de amistad a amor fue orgánica y fantástica. La confianza que existía fue la primera piedra de una relación que me hizo creer que el amor no era solo amistoso, sino místico y conquistable. Nosotros dos eramos capaces de conquistar ese amor por siempre. Hasta que no pudimos.
Esa fue la última piedra que me terminó convenciendo en que el amor no era místico, no era conquistable y tampoco estaba donde menos lo pensabas. El cinismo abundó mis decisiones y me terminó convenciendo de que el amor no era nada de lo anterior. El amor, en cambio, era una relación intelectual en la que se pretende que el amor es algo más que simple atracción, hasta que uno se convence de que existe al platicar de arte, música y literatura. Y después comencé a vivir una triste existencia que terminó causando heridas en personas que no las merecían ni deseaban. El vacío llenó mi ser hasta convencerme de que el amor nisiquiera era algo fingible. Quizás el amor nisiquiera existiera.
Mi cinismo entonces, encontró un nuevo hogar, el pensamiento de que el amor solamente era la necesidad evolutiva de procreación con una persona con quien se fuera capaz de hacer una familia funcionar. Y después viví la relación más larga de mi vida. Una relación llena de desconfianza y celos, distancia y pasión, dolor y falta de balance. Pero si el amor no era místico, conquistable, lo que sentías por una amistad ni una falsa presunción intelectual, entonces esto debía ser amor. Y aunque esto nunca llegó al odio, es muy probable que haya causado más heridas y lágrimas que cualquiera de mis otras definiciones.
Cuando la depresión y la ruptura se combinaron para terminar de destruir cualquier concepto mental y emocional que tuviera de amor, terminé por darme por vencido. El amor no era algo que yo llegaría a conocer fuera de ámbitos familiares y amistosos. Simplemente, el amor no era. Mi apariencia se depreciaba proporcionalmente con mi falta de entusiasmo al respecto. La tristeza llenaba las ojeras de mi mirada y mi melancolía se veía reflejada en un estilo de vida insalubre y demacrado. Mi soberbia e ego me hicieron comprar la idea de que si en un cuarto de mi vida no había terminado de conocer al "amor" nunca lo haría.
Mi egoísmo e individualidad me convencieron de que el amor no se encontraba en el destino, en la conquista del mismo, en la fraternidad, en el intelectualismo o en la necesidad de procrear. El concepto evolucionó hasta que me convenció de que solamente existía el amor propio. De que solamente el amor propio te ayudaría a tener relaciones sanas y de crecimiento. Comencé a juzgar todas las relaciones románticas a mi alrededor siempre llegando a la misma conclusión, la falta de amor propio en alguna de las partes. Esto se distorsionó en un sentimiento de superioridad moral en la que cualquier detalle que no disfrutara de alguien más me hacía convencerme de que esa persona no tenía amor propio. Esa distorsión en la que me encontré me dio la falsa seguridad de que la soltería era la mejor situación para mi porque nadie se quería tanto a si mismo.
El amor propio sin perspectiva solamente termina en falsa superioridad y egoísmo desmedido. Y fue en ese momento donde terminé sin defensa ni definición alguna. El amor no era místico. El amor no era conquistable. El amor no era atracción amistosa. El amor no era atracción intelectual. El amor no era atracción procreativa. El amor no era amor propio. Pero el amor era. El amor es. Pero, ¿qué es?
En el silencio y soledad de una cuarentena llena de whisky y recuerdos encontré una respuesta satisfactoria a esta adivinanza no importante y al mismo tiempo más importante que cualquier otra incógnita. Cual momento eurekático llegó con un simple juego de palabras que me convenció que el amor es la paradoja humana más y menos importante. En-amor-ado. En-amor. En amor. En amor. ¿En amor? El amor es... ¿un lugar?
Pero si el amor fuera un lugar, sería el lugar más relevante de nuestra existencia. Nuestro hogar. Nuestro hogar místico cuya puerta a veces son besos, abrazos o caricias. Nuestro hogar por el que nos enforzamos en encontrar sin darnos cuenta que siempre está ahí. Nuestro hogar al que dejamos entrar amistades y familia sin importar lo descuidado que esté. Nuestro hogar que intentamos entender intelectualmente pero aparece frente a nosotros solamente cuando nuestra mente calla. Nuestro hogar en el que las necesidades biológicas encuentran consuelo y razón de ser. Nuestro hogar que decoramos a nuestro antojo pero en el que la soledad se siente más debido a las ganas de querer compartirlo. Porque seamos honestos, si nuestro hogar es el lugar en el que más cómodos nos sentimos, ¿por qué no querríamos presumirlo?
En ese momento un torrente de preguntas acudieron a mi mente, preguntas que terminaron respondiéndose tan rápidamente como tomaba mi whisky. Simplemente, todo hizo sentido. El amor es ese lugar al que todos tenemos accesso sin saberlo. Al observar una noche estrellada. Al disfrutar del viento en la cara. Al recibir un abrazo de una persona con quien no se ha cruzado el camino en mucho tiempo. Al conseguir un logro por el que se ha luchado por años. Al correr con pies descalzos en un campo de flores. Al ver esa película que tanto nos gusta. Al escuchar aquella canción que nos recuerda nuestro hogar. Al comer ese platillo que más nos gusta. El amor es ese lugar que nunca se va, solamente se deja de compartir. El amor no se acaba, porque algo que siempre está, no podría acabarse. Lo único que sucede es que nuestra fijación con el tiempo y espacio nos confunde creyendo que ese sentimiento de plenitud nunca volverá.
En ese momento comprendí que cada una de mis experiencias me había llevado a este momento de realización en una progresión fantástica y surreal que me hizo creer en la misticidad del amor. Comprendí que nuestros conflictos y forcejeos en la vida son solamente para poder conquistar de nuevo ese lugar, hacerlo nuestro hogar. Comprendí que es imposible invitar a alguien a pasar sin sentir ese cariño fraterno. Comprendí que no se puede fingir intelectualmente la existencia de algo que está frente a nosotros, en cada obra artística que nos causa éxtasis. Comprendí que un atajo viable para llegar a este lugar es la intimidad física, que nos puede callar lo suficiente como para despertar de la nada con ese sentimiento. Comprendí que el amor existe, pero no existe en una situación paradógica en la que el cinismo no puede sobrevivir. Comprendí que la única forma de poder compartir ese lugar es encontrándolo primero por propia cuenta, poniéndolo en orden y después teniendo la puerta abierta para las visitas.
Comprendí que podemos estar en ese lugar llamado amor con besos, abrazos, películas, música, estrellas, naturaleza, éxitos, logros y personas. Comprendí que lo único que todas esas experiencias increíbles hacen es recordarnos ese lugar en el que nos sentimos en casa, pero llamamos cariñosamente amor. Y si un ebrio no encontró la respuesta correcta en medio de una cuarentena, no sé quién podría encontrarla.